Texto: Teresa Cárdenes (@teresacardenes)
Un gobierno puede pelearse con otro gobierno, incluso de su mismo país y a costa de la calma de sus administrados; defender las leyes o pretender legítimamente revocarlas; ir a los tribunales, plantear recursos, batallar por la legalidad. Un gobierno puede iniciar campañas dentro del más estricto cumplimiento de las leyes si cree que otro gobierno o que un tercero se propone poner en peligro un determinado sector de la economía. E incluso por el mero deseo de preservar la naturaleza de la voracidad especulativa o de actividades potencialmente peligrosas.
Desde luego, un gobierno puede sintonizar o empatizar con un todo o una parte de la sociedad. Puede aferrarse a la literalidad constitucional y reclamar el derecho a un referéndum para conocer la verdadera opinión de los administrados. Y puede, aunque resulte ética y políticamente cuestionable (un gobierno siempre debe ser de todos, no de los partidos que lo componen ni mucho menos de sus dirigentes), deslizar sus simpatías por una determinada movilización callejera e incluso personarse en ellas.
Lo que jamás puede hacer un gobierno en defensa de ninguna causa económica ni medioambiental es amenazar a las personas físicas ni a las jurídicas con tomar represalias y/o echarle encima a los ciudadanos si no pasan por el aro de su particular manera de pensar. Que es exactamente lo que llevan insinuando ya hace varias semanas el presidente del Gobierno de Canarias, Paulino Rivero, y el del Cabildo de Lanzarote, Pedro San Ginés, en un proceso de advertencias crecientes que aparcó este jueves cualquier tipo de sutileza para entrar ya directamente en el terreno de la amenaza pura y dura. Eso es un gesto político absolutamente inadmisible en una sociedad que se llame a sí misma democrática, incluso aunque lo que se dilucide es la conveniencia o no de unos sondeos petrolíferos y los advertidos sean accionistas de la demonizada compañía Repsol.
¿Cómo es eso de que el portavoz del Gobierno autonómico advierte a los accionistas de Repsol de que lo que viene “no va a ser un camino de rosas” y que tomen buena nota? ¿Cómo es eso de que el presidente del Ejecutivo se siente con los ejecutivos de dos empresas para decirles lo que tienen y lo que no tienen que hacer respecto a otra empresa? ¿Cómo es eso de que un político le pregunte a un banco y a una constructora si están dispuestos a asumir el “coste de imagen” del conflicto del petróleo porque forman parte del Repsol? ¿O que este proceso se cuece “a fuego lento”? ¿Qué significa eso? ¿Que van a acabar diciéndole a los ciudadanos de qué banco tienen que sacar su dinero o en qué gasolinera deben repostar y en cuáles no? ¿Es eso lo que pretenden Rivero y Pedro San Ginés en esta enloquecida carrera? ¿Echar a los ciudadanos encima de Caixabank y de Sacyr? ¿Es que acaso esto es Venezuela y Rivero ese Nicolás Maduro que confisca cadenas de electrodomésticos si no le gustan los precios que cobra?
Por supuesto que los ciudadanos tienen derecho a opinar. Por supuesto que sería en este momento más conveniente que nunca invocar ese artículo de la Constitución que permite convocar un referéndum para conocer, sin manipulaciones torticeras ni enjuagues preelectorales, qué es exactamente lo que piensan los votantes. Máxime cuando ha quedado archidemostrada la sensibilidad de los canarios con su mar y el temor a que pueda mancillarse con hipotéticos vertidos de crudo. Y ojalá la legendaria soberbia del ministro Soria no le hubiese cegado hasta el extremo de impedirle comprender que él, su ordeno y mano y sus histriónicos ataques a los gobernantes autonómicos dos días después de la declaración de impacto ambiental han sido hasta ahora el peor enemigo, dígase con letras mayúsculas, el PEOR ENEMIGO de su propia estrategia. Si es que algún día pretendió hacer pedagogía con las prospecciones, la dependencia energética y los avances tecnológicos que permiten aumentar hoy los blindajes frente a los riesgos de vertidos.
Pero el derecho de los ciudadanos no se defiende con medias verdades que equivalen a atroces mentiras. Ni con manipulaciones grotescas de los medios públicos, como esa vergonzante televisión pública que Coalición Canaria maneja a su antojo aunque la paguemos todos, porque la ausencia de recato le impide comprender que no se puede administrar una televisión con los mismos amiguetes o los mismos cargos orgánicos con que se dirige un partido.
Pero sobre todo, el derecho de los ciudadanos no se defiende convirtiendo Canarias en un patio bananero donde el presidente se cree con derecho a insinuar de qué banco vamos a tener que acabar sacando nóminas, pensiones o ahorros.
Los ciudadanos también tienen derecho a saber que, si como dice Rivero, en este panorama interviene el cortoplacismo, ese no es otro que el que le mueve a él mismo, porque lo que realmente se juega con el petróleo es su candidatura a la presidencia de 2015, en un último cartucho por intentar prolongar su mandato otros cuatro años. Y permítame presidente que, con el historial de Coalición Canaria, albergue enormes dudas sobre lo que Guillermo Guigou tan certeramente llama el travestismo ecologista de CC. ¿Ahora medioambientalistas?
Muchas cosas pueden pasar todavía en el largo año hasta las elecciones, incluyendo la hipótesis de que, entre bambalinas, haya quien se plantee en medios empresariales para buscar una salida a tanta insensatez política un parón de las prospecciones al menos hasta después de las autonómicas de 2015. Pero ni siquiera esa hipótesis arrincona la evidencia de que esta batalla se ha convertido en una aberrante carrera entre el propio Rivero y el ministro Soria para convertir a los ciudadanos en rehenes de sus cada vez más delirantes y caníbales disputas donde meten en el caldero todas las cosas de comer, turismo incluido, por supuesto.
Muchos ciudadanos están hartos y se lo dijeron a ambos bien claro en las últimas elecciones europeas. Ninguno de los dos parece haber entendido lo más mínimo el nivel ni la potencia del hartazgo.